Era el cumpleaños de Jason, un día cualquiera para todos, pero un
gran día para él y su familia. Su padre y su madre lo celebraban como si
al día siguiente fuera a acabarse el mundo. Salió con su madre a
comprar el camión de juguete que tanto le había impactado en los
anuncios de televisión. Era de color rojo, y con las ruedas grandes como
su puño. En otras palabras; perfecto para un niño que cumplía ocho
años. Jason ya podía imaginarse a su madre jugando con él, sonriendo,
enseñando su hilera de blancos y perfectos dientes. Nunca, jamás, se
había cansado jugando con él, era un verdadero amor entre madre e hijo.
Iban a la juguetería en metro. En realidad, casi siempre se desplazaban
en metro. Tenían coche, pero no tenían ganas de sacarlo, además, era
imposible aparcar en el corazón de Chicago. Cuando volvieron, el chico
ya admiraba su preciado camión de plástico pintado.
—Entonces, ¿estás contento con tu regalo, Jason?
—Me encanta. Cuando lleguemos a casa, jugaremos tú, papá y yo. Tú cogerás el camión amarillo y papá el azul. Y yo este; el rojo.
—Claro que sí, cielo. —Sonrió su madre.
Al llegar a la estación de metro y bajar las escaleras, entraron el tren
subterráneo, iba a cerrarse la puerta, pero un chico metió la mano,
impidiendo que la puerta se cerrara y finalmente entró. Bueno, de
«chico» tenía poco, aparentaba unos veinte años, aproximadamente.
Deslizó la mano por su pantalón vaquero, lleno de agujeros. Parecía de
estos chicos de los barrios bajos de Chicago. Jason no sabía nada de
ellos, dado que todavía era un niño, y de los ricos, además.
Todos los pasajeros iban pendientes de sus teléfonos móviles, leyendo
libros, con sus auriculares escuchando música o algunos, simplemente,
estaban en otro mundo.
El hombre introdujo más la mano en el pantalón, y al llegar la parada de
Jason y su madre, bajaron del metro. Aquel hombre salió detrás de
ellos, aún con el puño hundido en el pantalón. El metro siguió su ruta, y
Jason cogió a su madre de la mano. El niño de ocho años volvió su
mirada a aquel hombre. Vio que sacaba la mano del pantalón, pero sacaba
algo con ella.
Un arma.
Una pistola.
Jason se asustó. Cuando sus padres lo mandaban a la
cama, él se quedaba en las escaleras viendo esas series y películas
policíacas. No conocía la pistola como un vendedor de armas, pero sí
sabía que, una vez que se había apretado el gatillo... Y vio justo a
aquel individuo hacer aquello. La apuntó, pero no hacia él, sino hacia
la figura femenina que acompañaba a Jason.
El sonido del arma se oyó por todo aquel largo túnel, pero había tanta
gente… que en menos de un suspiro, el que había disparado, se había
perdido entre la multitud.
Jason se llevó la mano a la boca, pero no lloró. No en ese momento, no
le dio tiempo. Tampoco gritó. Era como si, de repente, se le hubiera
olvidado cómo hablar.
Le habían robado la vida a su madre, con un chico de ocho años como
único testigo. Estaba paralizado, le flaqueaban las piernas, y le
envolvió el frío. Aún estaba cogido a la mano de su madre, con fuerza.
El corazón le latía con fuerza, como si se le fuera a salir del pecho.
Mientras, el de su madre, no volvería a latir.
Notaba que la mano de su madre se enfriaba cada vez más, pero se negaba a
separarse. Un «no» constante revoloteaba en su cabeza.
Agachó la cabeza y se sentó junto al cuerpo de su madre.
—¿Cómo era, chico?
Jason no contestó.
—¿Cómo era, chico? —repitió el policía, impaciente.
Pero Jason seguía sin contestar.
Alex, su padre, corrió en su encuentro. Jason no mostraba expresiones
faciales. Alex envolvió a su hijo entre sus brazos, intentando ocultar
la terrible agonía que sentía, sin poder imaginarse una vida sin su
mujer a su lado.
—Jason… ya ha terminado todo.
Y él seguía sin pronunciar palabra alguna.
—Señor, ¿qué le ha pasado a su hijo? ¿No será usted médico por casualidad o algo? —preguntó el policía.
Pero Jason ni se inmutaba.
—Da la casualidad de que sí. Creo que mi hijo está en estado de shock.
—¿Cómo?
—Creo que… mi niño ha sufrido psicológicamente viendo el… el…
—No hace falta que lo diga, señor.
—Gracias. Me costará asimilar tal acontecimiento.
—Bueno, pues si necesita algo, puede contar con todo el equipo de policías de Chicago.
—Gracias… ahora le agradecería que abandonara el caso.
—¿Cómo puede pedirme eso?
—Por favor, no quiero saber quién lo hizo. Ahora, he de ocuparme de mi hijo.
Efectivamente,
Jason estaba en estado de shock, y había perdido el habla. Era
consciente de todo lo que le rodeaba y de todo lo que pasaba. Y también
de todo lo que había pasado.
Maldijo el día de su cumpleaños, el día de su nacimiento, el camión de juguete y… se maldijo a él.
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