◘ Heather O’Connor
Me alegro de no tener clase esta semana, la
universidad me está matando, utilizando todas sus armas contra mí. Es
más difícil de lo que esperaba. ¡No pueden someter a esto a los jóvenes
de tan solo dieciocho años! Supongo que estos siete días mis compañeros
irán de fiesta… Lo único que tengo en mente es dormir y descansar, cosas
para las cuales no tengo casi tiempo.
Me levanto a mediodía, con un dolor a cabeza que hace que me tiemblen
hasta las piernas. Y estoy muy cansada. También me vendría bien estudiar
algún día de estos… Pero, desde luego, ese día no va a ser hoy.
—Su padre volverá en breve —me dice Alfred—. Me ha pedido que se quede aquí y estudie, al menos hasta su llegada.
—Voy a comer algo. En cuanto termine, me pongo a estudiar.
Hace una mueca, que me obligo a ver como una sonrisa, ya que Alfred
nunca sonríe. A decir verdad, es la persona más seria que conozco. La
segunda es mi padre. Gracias al cielo, no me parezco a él. Creo que soy
más como mi madre, bueno, supongo. Desgraciadamente, nunca la conocí.
Pero prefiero no pensar en eso ahora. Entre otras cosas, porque este
asqueroso dolor de cabeza me pone complicado pensar en cualquier cosa.
Me tomo una pastilla y mientras espero a que me haga efecto, me pongo a ver la televisión.
—«Los delincuentes más buscados de Chicago parece que están descansando.
Llevan dos semanas sin causar estragos…» —dice el presentador de las
noticias.
—Si la policía no fuera un grupo de incompetentes, tal vez habrían
dejado de causar estragos hace mucho tiempo. ¡Ni siquiera saben qué cara
tienen! —grito levantándome del sillón y apagando el televisor. Esos
«delincuentes más buscados de Chicago» me sacan de mis casillas. Bueno, a
mí y a todo el mundo, pero hasta que la gente no haga algo, todo
seguirá igual. Incluso peor, ya que saben que aunque los investigue la
mismísima CIA, nadie los encontraría nunca. Pero yo no puedo hacer nada,
no soy más que una de esas «niñas ricas», como suelen llamarnos, que
solo se preocupan de sí mismas, como suelen asegurar. Bah, da igual. Me
gustaría ser detective, pero tengo que ocuparme de otras cosas. Y por
«otras cosas» me refiero que tendré que ocuparme del negocio de mi
padre. Y ése es el motivo de que estudie económicas en vez de
criminología, como me gustaría a mí. Para la justicia, para eliminar la
maldad en, como poco, Chicago. Pero no me molesta saber que todo eso no
va a ser posible.
♣ • ♣
Menos mal que mi padre iba a «volver
en breve». He estado dos horas estudiando y me ha dado tiempo también a
ducharme. Dejo suelto mi pelo mojado para que me refresque la espalda y
salgo de mi habitación, a ver si mi padre ha llegado ya.
—Heather, cielo —oigo una voz femenina detrás de mí.
«Oh, no.»
—Tracy… ¿cómo te va? —digo dándome la vuelta y obligándome a sacar una sonrisa a quien menos me apetece.
—Pues muy bien. Y diría que a ti también, estás preciosa, como siempre.
—Gracias. Me alegro de verte.
Tracy. Intenta ocupar el lugar de mi madre. ¿Pero cómo se atreve? En el
fondo, muy en el fondo, creo que me cae bien, pero aun así no aguanto
sus innecesarios cumplidos y sus sonrisas todos los días. Menos mal que
no vive con nosotros. La apruebo porque mi padre parece muy feliz cuando
está con ella, y antes de conocerla, estaba siempre decaído, así que
supongo que prefiero ver cómo sonríe, aunque eso implique ver a Tracy
constantemente. Si mi padre es feliz, yo también lo soy.
Es obvio que si Tracy está en mi casa es porque también está mi padre.
Me encuentro a Alfred, que me dice, con su habitual cara larga.
—Ahora mismo iba a llamarla.
—Sí, claro… —susurro.
—La señorita Cassidy —no entiendo qué problema tiene este hombre, no
llama a nadie por su nombre, ¿no se da cuenta de que parece burlarse de
la gente?— ha venido a recogerla. Su padre tiene una reserva en un
restaurante y las ha invitado a comer. Dice que tiene algo que
comunicarle a usted, señorita O’Connor.
—Está bien… —musito entre dientes. Vuelvo al salón, donde Tracy (o «la
señorita Cassidy») está ojeando una revista. Carraspeo y le digo—:
Vuelvo en un segundo, voy a arreglarme.
—Tómate el tiempo que necesites, Heater —responde ella dedicándome una sonrisa. Y después vuelve a concentrarse en su revista.
Subo las escaleras de dos en dos, y entro en mi cuarto forrado de
pósters, fotos y recuerdos de mis viajes. Conociendo a mi padre, el
restaurante será carísimo. Justo hoy que no me apetecía ponerme como una
«dama»… Bah, nadie me ha dicho qué tengo que ponerme. Cojo unos
pantalones blancos y una blusa anaranjada. El pelo ya se me ha secado, y
me ha quedado casi tan laceo, tieso y soso como de costumbre. Y como no
tengo tiempo de rizármelo, lo recojo en un moño. Me miro en el espejo.
Falta algo. Busco mi joyero de ébano y marfil, y saco el colgante que me
dejó mi madre. Una amatista en forma de lágrima en una cadena de plata.
Me lo pongo y vuelvo a mirarme. Ahora sí. No me quiero maquillar, por
un día que no tengo ojeras, voy a aprovechar.
—Qué guapa estás. Y ese collar es una maravilla.
—Gracias. Era de mi madre.
Me mira en un segundo y un destello de tristeza (¿o es más bien
compasión?) ilumina su mirada por un segundo. Odio esas miradas de pena
que me dirigen todos porque mi madre falleciera en el parto. Como si no
me sintiera lo suficiente culpable. Me faltan esos ojos tristes con los
que me mira todo el mundo. Estoy harta, lo he superado. Bueno, supongo
que lo habría hecho si dejaran de recordármelo constantemente.
♣ • ♣
—Aquella es su mesa —nos dice un camarero.
—Gracias —contesta Tracy, pero yo ya estoy andando hacia la mesa a ver a mi padre.
—Hola, cielo —dice levantándose y dándome un beso en la mejilla.
—Hola, papá.
—¿Has estudiado mucho esta mañana?
—Sí, tengo que aprovechar esta semana sin clase.
—Te vendrán bien estas vacaciones. Últimamente parecías muy cansada —interviene Tracy.
—Sí, bueno…
Nos sentamos. No tengo ganas de pensar en qué tiene que decirme mi
padre, supongo que es un favor. No quiero andarme con rodeos, pero es
que es la única razón por la cual he venido en vez de quedarme en casa.
Ya sea estudiando o durmiendo, que aún no he recuperado todo lo que he
perdido desde que empecé en la universidad.
—Heather, quiero decirte una cosa, pero no quiero que te cabrees.
Sé lo que es. Llevo esperando este momento desde hace tiempo y ensayando
mi reacción para que sea simplemente alegría, dejando a un lado la
decepción o las ganas de preguntarle por mamá.
—Vamos a casarnos —anuncia tomando la mano de Tracy con delicadeza y rozándola con sus labios.
—Me alegro muchísimo por vosotros, en serio —les dedico una sonrisa y
los abrazo a ambos, ignorando ese dolor que siento de repente en el
pecho—. ¿Qué anillo le has comprado? —Miro a mi padre. Tracy me enseña
su mano izquierda y me sonríe tímidamente. «Se nota que lo ama de
verdad», pienso.— ¿Hay algo que pueda hacer para ayudaros? —pregunto
volviendo a posar mi mirada en mi padre.
—En realidad sí.
¿No lo estaba diciendo yo?
—Verás, mañana iremos a decírselo a tus abuelos, a tus tíos… Ya sabes.
«Sí, ya sé.»
Asiento.
—Y como ya lo has hecho varias veces y te ha salido de fábula, ¿puedes ir mañana al concesionario Bugatti a sustituir al jefe?
Sonríe.
Él es el jefe.
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