miércoles, 14 de noviembre de 2012

Capítulo 2 «As long as she loves me»

◘ Heather O’Connor
Me alegro de no tener clase esta semana, la universidad me está matando, utilizando todas sus armas contra mí. Es más difícil de lo que esperaba. ¡No pueden someter a esto a los jóvenes de tan solo dieciocho años! Supongo que estos siete días mis compañeros irán de fiesta… Lo único que tengo en mente es dormir y descansar, cosas para las cuales no tengo casi tiempo.
Me levanto a mediodía, con un dolor a cabeza que hace que me tiemblen hasta las piernas. Y estoy muy cansada. También me vendría bien estudiar algún día de estos… Pero, desde luego, ese día no va a ser hoy.
—Su padre volverá en breve —me dice Alfred—. Me ha pedido que se quede aquí y estudie, al menos hasta su llegada.
—Voy a comer algo. En cuanto termine, me pongo a estudiar.
Hace una mueca, que me obligo a ver como una sonrisa, ya que Alfred nunca sonríe. A decir verdad, es la persona más seria que conozco. La segunda es mi padre. Gracias al cielo, no me parezco a él. Creo que soy más como mi madre, bueno, supongo. Desgraciadamente, nunca la conocí. Pero prefiero no pensar en eso ahora. Entre otras cosas, porque este asqueroso dolor de cabeza me pone complicado pensar en cualquier cosa.
Me tomo una pastilla y mientras espero a que me haga efecto, me pongo a ver la televisión.
—«Los delincuentes más buscados de Chicago parece que están descansando. Llevan dos semanas sin causar estragos…» —dice el presentador de las noticias.
—Si la policía no fuera un grupo de incompetentes, tal vez habrían dejado de causar estragos hace mucho tiempo. ¡Ni siquiera saben qué cara tienen! —grito levantándome del sillón y apagando el televisor. Esos «delincuentes más buscados de Chicago» me sacan de mis casillas. Bueno, a mí y a todo el mundo, pero hasta que la gente no haga algo, todo seguirá igual. Incluso peor, ya que saben que aunque los investigue la mismísima CIA, nadie los encontraría nunca. Pero yo no puedo hacer nada, no soy más que una de esas «niñas ricas», como suelen llamarnos, que solo se preocupan de sí mismas, como suelen asegurar. Bah, da igual. Me gustaría ser detective, pero tengo que ocuparme de otras cosas. Y por «otras cosas» me refiero que tendré que ocuparme del negocio de mi padre. Y ése es el motivo de que estudie económicas en vez de criminología, como me gustaría a mí. Para la justicia, para eliminar la maldad en, como poco, Chicago. Pero no me molesta saber que todo eso no va a ser posible.
♣ • ♣
Menos mal que mi padre iba a «volver en breve». He estado dos horas estudiando y me ha dado tiempo también a ducharme. Dejo suelto mi pelo mojado para que me refresque la espalda y salgo de mi habitación, a ver si mi padre ha llegado ya.
—Heather, cielo —oigo una voz femenina detrás de mí.
«Oh, no.»
—Tracy… ¿cómo te va? —digo dándome la vuelta y obligándome a sacar una sonrisa a quien menos me apetece.
—Pues muy bien. Y diría que a ti también, estás preciosa, como siempre.
—Gracias. Me alegro de verte.
Tracy. Intenta ocupar el lugar de mi madre. ¿Pero cómo se atreve? En el fondo, muy en el fondo, creo que me cae bien, pero aun así no aguanto sus innecesarios cumplidos y sus sonrisas todos los días. Menos mal que no vive con nosotros. La apruebo porque mi padre parece muy feliz cuando está con ella, y antes de conocerla, estaba siempre decaído, así que supongo que prefiero ver cómo sonríe, aunque eso implique ver a Tracy constantemente. Si mi padre es feliz, yo también lo soy.
Es obvio que si Tracy está en mi casa es porque también está mi padre. Me encuentro a Alfred, que me dice, con su habitual cara larga.
—Ahora mismo iba a llamarla.
—Sí, claro… —susurro.
—La señorita Cassidy —no entiendo qué problema tiene este hombre, no llama a nadie por su nombre, ¿no se da cuenta de que parece burlarse de la gente?— ha venido a recogerla. Su padre tiene una reserva en un restaurante y las ha invitado a comer. Dice que tiene algo que comunicarle a usted, señorita O’Connor.
—Está bien… —musito entre dientes. Vuelvo al salón, donde Tracy (o «la señorita Cassidy») está ojeando una revista. Carraspeo y le digo—: Vuelvo en un segundo, voy a arreglarme.
—Tómate el tiempo que necesites, Heater —responde ella dedicándome una sonrisa. Y después vuelve a concentrarse en su revista.
Subo las escaleras de dos en dos, y entro en mi cuarto forrado de pósters, fotos y recuerdos de mis viajes. Conociendo a mi padre, el restaurante será carísimo. Justo hoy que no me apetecía ponerme como una «dama»… Bah, nadie me ha dicho qué tengo que ponerme. Cojo unos pantalones blancos y una blusa anaranjada. El pelo ya se me ha secado, y me ha quedado casi tan laceo, tieso y soso como de costumbre. Y como no tengo tiempo de rizármelo, lo recojo en un moño. Me miro en el espejo. Falta algo. Busco mi joyero de ébano y marfil, y saco el colgante que me dejó mi madre. Una amatista en forma de lágrima en una cadena de plata. Me lo pongo y vuelvo a mirarme. Ahora sí. No me quiero maquillar, por un día que no tengo ojeras, voy a aprovechar.
—Qué guapa estás. Y ese collar es una maravilla.
—Gracias. Era de mi madre.
Me mira en un segundo y un destello de tristeza (¿o es más bien compasión?) ilumina su mirada por un segundo. Odio esas miradas de pena que me dirigen todos porque mi madre falleciera en el parto. Como si no me sintiera lo suficiente culpable. Me faltan esos ojos tristes con los que me mira todo el mundo. Estoy harta, lo he superado. Bueno, supongo que lo habría hecho si dejaran de recordármelo constantemente.
♣ • ♣
—Aquella es su mesa —nos dice un camarero.
—Gracias —contesta Tracy, pero yo ya estoy andando hacia la mesa a ver a mi padre.
—Hola, cielo —dice levantándose y dándome un beso en la mejilla.
—Hola, papá.
—¿Has estudiado mucho esta mañana?
—Sí, tengo que aprovechar esta semana sin clase.
—Te vendrán bien estas vacaciones. Últimamente parecías muy cansada —interviene Tracy.
—Sí, bueno…
Nos sentamos. No tengo ganas de pensar en qué tiene que decirme mi padre, supongo que es un favor. No quiero andarme con rodeos, pero es que es la única razón por la cual he venido en vez de quedarme en casa. Ya sea estudiando o durmiendo, que aún no he recuperado todo lo que he perdido desde que empecé en la universidad.
—Heather, quiero decirte una cosa, pero no quiero que te cabrees.
Sé lo que es. Llevo esperando este momento desde hace tiempo y ensayando mi reacción para que sea simplemente alegría, dejando a un lado la decepción o las ganas de preguntarle por mamá.
—Vamos a casarnos —anuncia tomando la mano de Tracy con delicadeza y rozándola con sus labios.
—Me alegro muchísimo por vosotros, en serio —les dedico una sonrisa y los abrazo a ambos, ignorando ese dolor que siento de repente en el pecho—. ¿Qué anillo le has comprado? —Miro a mi padre. Tracy me enseña su mano izquierda y me sonríe tímidamente. «Se nota que lo ama de verdad», pienso.— ¿Hay algo que pueda hacer para ayudaros? —pregunto volviendo a posar mi mirada en mi padre.
—En realidad sí.
¿No lo estaba diciendo yo?
—Verás, mañana iremos a decírselo a tus abuelos, a tus tíos… Ya sabes.
«Sí, ya sé.»
Asiento.
—Y como ya lo has hecho varias veces y te ha salido de fábula, ¿puedes ir mañana al concesionario Bugatti a sustituir al jefe?
Sonríe.
Él es el jefe.

No hay comentarios: